Esta palabra proviene del latín privilegium, que en la antigua Roma era una gracia o prerrogativa que concedía el superior a sus allegados. En el Derecho Romano había también la institución del beneficium que era una norma favorable para determinadas personas que derogaba una anterior desfavorable. El privilegium y el beneficium eran cosas parecidas pero se diferenciaban en que el primero estaba fuera de la ley y el segundo no. Con el correr del tiempo el concepto de privilegio tomó connotaciones negativas. Era la prerrogativa abusiva y carente de todo fundamento jurídico que se daba en favor de individuos, grupos, clases o capas sociales o que ellos se tomaban por su propia iniciativa.
Desde entonces se entiende por privilegio la prebenda, la granjería, la pitanza, el provecho, la diferencia o ventaja de cualquier orden que un régimen político otorga o permite que se otorgue a ciertas personas.
Los regímenes del absolutismo monárquico fueron muy generosos con los nobles y con el clero. Les dieron privilegios de toda clase. La Revolución Francesa los suprimió pero poco a poco e imperceptiblemente, como los retoños de una planta, renacieron. Cambiaron sólo los beneficiarios: antes fueron los nobles y los clérigos, después fueron los burgueses. Esto lamentablemente ha ocurrido con todas las revoluciones. Ellas dieron vuelta al reloj de arena pero con el paso del tiempo y progresivamente fueron quedando nuevamente unos pocos granos arriba y todos los demás abajo.
Ha ocurrido con ellas a veces algo parecido a lo que narra alegóricamente el novelista inglés George Orwell (1903-1950) en su "Rebelión en la Granja" (1945): que los animales de una granja promovieron una revolución contra los humanos que los tiranizaban; pero la república del “socialismo real” de los animales cayó rápidamente bajo el dominio de los cerdos y de sus implacables perros guardianes, que obligaron a los demás animales a realizar las tareas más viles en beneficio de los intereses de la clase dominante de los cerdos. Éstos, sin embargo, habían convencido a los animales de que trabajaban en beneficio de sí mismos y no de sus dominadores. La fábula de Orwell, escrita bajo las impresiones que recibió durante su lucha en las filas republicanas de la guerra civil española, entraña una sarcástica condena contra la sociedad totalitaria y contra la traición de Stalin a la Revolución de Octubre.
El concepto de privilegio es más amplio que el de <prebenda o de <canonjía, puesto que las diferencias que aquél entraña no sólo pueden ser de orden económico sino también social. Quiero decir con esto que el trato preferencial en que el privilegio consiste no siempre es medible en dinero. Con frecuencia consiste en bienes intangibles: deferencias, honores, distinciones, prioridades, facilidades en la vida cotidiana.
Tengo la impresión de que hoy, en esta materia como en otras, estamos caminando a contrapelo de la historia. Durante doscientos años, a partir de la Revolución Francesa, el mundo anduvo en búsqueda de la igualdad. Recordemos que la consigna de Francia, a fines del siglo XVIII, fue libertad, igualdad y fraternidad. Las ideas socialistas del siglo XIX acentuaron esa lucha. La igualdad se sobrepuso a la libertad como valor social. Se consideró que no podía haber libertad sin igualdad. Bajo la convicción de que la libertad de cada persona sólo se construye sobre una sólida y segura base económica, se procuró que todas pudieran tenerla y en consecuencia se desplegaron grandes esfuerzos en la dirección de la justicia social. Fueron dos siglos de lucha en pos de estos objetivos. Pero hoy la lucha es por la desigualdad y el privilegio. En forma abierta y franca. Toda la organización social de nuestros días no es más que un esfuerzo continuado para marcar las diferencias entre las personas.
Se busca deliberada y conscientemente acentuar los desniveles. El darwinismo económico que se ha implantado no tiene otro destino. Se cultivan las diferencias. Se las fomenta. Se las profundiza. Se saca provecho de ellas. Lo podemos ver en todo lo que nos rodea: en el vestido de la gente, en su vivienda, en su automóvil, en los medios de transportación que usa, en los hoteles donde se hospeda. Todo está hábilmente montado no sólo para que las diferencias se agudicen sino además para que se las note, para que se pongan en evidencia, para que los grupos humanos se distingan por la ropa “de marca” que llevan, por el barrio en el que viven, por el vehículo que conducen, por los hoteles a los que llegan, por los restaurantes en los que comen, por la “clase” en la que viajan, por las tarjetas de crédito que portan, por los clubes que frecuentan. En la sociedad de nuestros días las cosas están dispuestas de modo que la gente busque los privilegios y pague más por ellos. Todo esto está hecho para que “se vean” las diferencias. Y la publicidad se encarga de magnificarlas a fin de que el hombre común no piense sino en ser “de primera” la próxima vez.
Hace doscientos años la gran meta era la igualdad. Hoy es el privilegio.